Patibamba y Marcanay
1999 Patibamba y Marcana
En Huancacalle nos aguardaba Nicanor y nos pusimos en marcha con tres caballos y dos mulas hasta Pampaconas donde visitamos a doña Victoria Palomino en la vivienda donde se alojaba desde que dejó su casa en Patibamba.
Nos confirmó que ella había pasado toda su vida en Patibamba al pie de una montaña llamada Mesada, adonde nunca se habían atrevido a subir; hasta que uno de sus hijos se aventuró a caminar por aquellas alturas. Regresó muy asustado porque había encontrado muros antiguos entre la vegetación y de repente se le apareció una serpiente con cabeza de oro. Temió que fuera una advertencia de la Pachamama por haberse aventurado en lugares desconocidos sin permiso y al cabo de un tiempo murió.
Nos indicó el camino a Patibamba, sitio desconocido por nuestros guías, cuyo nombre coincidía con el lugar del último combate en la guerra de Vilcabamba. Y nos pusimos en marcha tratando de identificar en el camino alguno de los lugares citados en la documentación sobre la conquista.
Llegamos de nuevo al abra de Ushnuyoc y seguimos hacia el oeste en un rápido descenso de mil quinientos metros, en el que la vegetación va cambiando a medida que nos aproximamos a Toroc, un campo a dos mil metros de altura cercano a la confluencia de dos ríos, el Totora y el Porcay, los cuales nutren el río Pampaconas, cuyas aguas discurren hacia el oeste hasta que desemboca en el río Apurímac.
seguimos el curso del río por un camino a la derecha del estrecho cauce hasta llegar a un paso especialmente difícil y peligroso conocido como Roca. Me llamó la atención aquel nombre, porque era el único topónimo español en una zona donde las denominaciones de los lugares casi siempre proceden del quechua. Un gigantesco peñasco impedía continuar avanzando cerca de la orilla por lo que tuvimos que desmontar y subir caminando por un sendero muy precario hasta alcanzar lo más alto donde se formaba un balcón de piedra sobre el barranco al fondo del cual rugían las aguas del río. El lugar coincidía con la descripción del difícil paso de Chuquillusca, que encontró el ejército de Martín Hurtado de Arbieto cuando avanzaba hacia Vilcabamba en 1572. Estaban advertidos de que era un lugar muy peligroso porque Gonzalo Pizarro había sufrido allí una terrible emboscada cuando perseguía a Manco Inca en 1538.
El cronista Martín de Murúa detalla que el ejército español que atacaba Vilcabamba la Grande en 1572 descansó trece jornadas en el pueblo de Pampaconas y luego marchó hacia Vilcabamba la Grande con provisiones para diez días. La tropa avanzó junto al río Pampaconas hasta un paso difícil llamado “Chuquillusca”, en el que había un “trecho largo a la vereda de un río caudaloso que apenas se podía pasar por él, siendo necesario que los soldados e indios de guerra amigos pasasen gateando, y asidos de las manos unos de los otros, con gran dificultad y riesgo” .
Precisa Murúa que al día siguiente salió al paso de los españoles un capitán inca, llamado Puma Inca, el cual dijo que Tupac Amaru quería la paz pero no podía ofrecerla abiertamente porque no la aceptaban algunos de sus generales. Advirtió a Hurtado de Arbieto que le habían preparado una emboscada en la entrada al valle de Patibamba, por lo cual éste detuvo el avance de su ejército y ordenó a un pequeño grupo que escalara durante la noche la montaña, para atacar la fortaleza con lo que evitó la emboscada.
En aquella zona aumentaba la pendiente del cauce y el río se agitaba en remolinos y cataratas entre grandes piedras. Las laderas, a ambos lados eran muy empinadas con más de dos mil metros de desnivel. A la izquierda había una sucesión de cumbres y en lo alto, donde el valle se estrechaba, una cuchilla rocosa.
Wayna Pucara
El corazón se me aceleró por la emoción cuando observé la forma de la cuchilla, curva con cuatro peñascos como cuatro baluartes: respondía perfectamente a la descripción histórica de la fortaleza de Wayna Pucara. Pensé que podía ser allí donde se produjo el último combate, ya que coincidía con las descripciones de los cronistas. Estábamos llegando al valle de Patibamba donde la tropa española, mientras descansaban en Marcanay, contemplaron el resplandor del incendio de Hatun Vilcabamba, ordenado por Tupac Amaru.
Instalamos nuestras tiendas en la chacra de la única familia que vivía allí aislada, a una jornada de camino del vecino más próximo.
Encontramos a Leocadio Huamán y su hijo Jerónimo en una hermosa cabaña de piedra rodeada de frutales de muchas especies al pie de una montaña. Comiendo naranjas bajo un árbol releí al cronista Murúa, cuando cuenta que la tropa española al llegar a Marcanay encontró: “mucho maíz sembrado en mazorca que aún no se había cogido, y platanales y ajiales, mucho número de yucas, algodonales y guayabas, de lo que la gente recibió grandísimo contento y se reformó con las frutas y comida que hallaron, porque iban hambrientos y necesitados de mantenimientos”.
Era la única familia que habitaba en aquella parte del valle y ninguno de sus miembros había subido nunca a aquella montaña rocosa que se veía desde su casa. Todos conocían la historia del joven Palomino, el vecino que cuarenta años antes había subido a lo alto persiguiendo a su ganado y había vuelto aterrorizado hablando de muros de piedra, de extraños recintos y de una víbora con cabeza dorada, la cual le provocó tan gran susto que poco tiempo después murió. Al día siguiente nos pusimos en marcha caminando por una pendiente muy empinada acompañados por Jerónimo que prefería andar siempre descalzo por la selva para cazar sin hacer ruido sin importarle que en la zona había ofidios venenosos.
Nos guio a visitar un conjunto de ruinas que llamaba Laura Marca, a trescientos metros de altura por encima de su casa. Vimos allí dos grandes de muros derruidos o semienterrados. Nicanor observó el leve rastro que había rocas con tumbas excavadas en la tierra en su base que habían sido saqueadas y restos dejado alguien con su machete en tallos cortados unos meses antes. Podría ser la huella del saqueador de las tumbas o la de alguien que andaba por la selva y no quería que nadie lo viese. Seguimos el rastro ascendente por la montaña hasta que, más arriba en la empinada ladera, cambió la vegetación y perdimos su pista entre helechos gigantes y cañas de bambú.
Durante varios días nos abrimos paso con los machetes a través de la selva explorando la ladera de la montaña.
Yo había imaginado que podía tratarse de Marcanay y la aclaración de don Leocadio nos aproximaba mucho más al topónimo histórico original. Aquel nombre podía ser el resultado de la cristianización del original inca, porque “Laura” es una palabra doblemente asociada a la idea cristiana del martirio. En latín “Laura” es el plural de laurum, que significa laurel, y la corona de laurel fue uno de los primeros reconocimientos a los mártires por la fe cristiana. También podría estar asociado a la palabra “aura”, que en griego clásico significa “resplandor de la mañana”, y en la tradición cristiana se convirtió en símbolo de santidad, representado como un disco en torno a la cabeza.
Alcanzamos una planicie en la parte alta de la ladera y encontramos nuevos andenes y restos de muros ocultos entre vegetación muy densa. Reforzaba todo ello mi certidumbre de que estábamos cerca de Vilcabamba la Grande.
De regreso volví a preguntar a don Leocadio por las ruinas de Laura Marca que habíamos visitado algo más arriba de su casa. Pero en un momento de la conversación se refirió a Marcana, por lo que le pedí una aclaración.
—Laura Marca o Marcana, son dos nombres para el mismo lugar —me dijo.
Tras la conquista de Vilcabamba, Marcanay fue destruido por los españoles como venganza, porque allí fue martirizado fray Diego Ortiz. Cuando el Inca Tito Cusi murió repentinamente —por causas naturales o envenenado— echaron la culpa a un supuesto hechizo de fray Ortiz. Y como él siempre hablaba de un hijo de Dios que resucitó, dado que el Inca era el hijo del Sol, le exigieron que le devolviese la vida.
Obligaron al fraile a decir misa en Pucyura y como el Inca no resucitó se enfurecieron y lo llevaron descalzo y semidesnudo hasta Marcanay donde, según Martín de Murúa: “Le arrastraron por el suelo atado de pies y manos, y lo ataron al palo, habiéndole quitado los hábitos que llevaba puestos, le metían por las yemas de los dedos unas espinas de los Andes...al fín le dieron con un hacha de cobre en el cogote con que lo acabaron... Luego hicieron un hoyo muy hondo y angosto y en él le metieron la cabeza abajo y los pies arriba, y añadiendo con el cuerpo muerto más iniquidad, le metieron una lanza de palma por el sieso (ano), atravesándole con ella el cuerpo todo hasta la cabeza…”
El motivo, según Calancha, fue que: “como el bendito Padre a cada paso alzaba los ojos al cielo, pidiendo a Dios ayuda... entendieron lo bárbaros que Dios lo oiría y sacaría del hoyo, si tenía la cabeza para arriba…”
Cita del libro “De Machu Picchu a Hatun Vilcabamba” de Santiago del Valle Chousa. Pg.149 y siguientes